Hace una semana desapareció a los 95 años José Luis Sampedro, intelectual comprometido con las causas por un mundo mejor. Os reproduzco el artículo que más me ha gustado sobre su figura.
José Luis Sampedro, una vida virtuosa
Andrés Huergo
Rebelión
José Luis Sampedro, una vida virtuosa
Andrés Huergo
Rebelión
Hay
personas cuya existencia hace mejor y más bella la existencia de los demás. No
creo que haya satisfacción más grande que llegar al final de la propia vida,
echar la vista atrás y saberse responsable, aun siquiera en una parte mínima,
de la felicidad de los que te rodean; poder reconocer, en la mirada de los
otros, la gratitud por haberles ayudado a afrontar su vida con mayor entereza,
por haberles infundido ánimo, serenidad y esperanza para sobrellevar sus
problemas. Hasta tal punto algunas personas son hábiles en esta tarea, que
podría decirse que otorgan sentido al mundo con su sola presencia: su vida
misma es ejemplo, testimonio palpable de un estilo de
vivir en el que se cohesionan de forma casi sublime lo
bueno y lo
bello. Un momento
privilegiado en el tiempo.
También hay personas cuya
vida aparece inextricablemente vinculada al sufrimiento de los demás en tanto
que causa del mismo, como si en esas personas hubiera una macabra vocación de
perversidad que motivara todas y cada una de sus acciones de una manera que se
nos oculta.
Las ironías del destino han
querido que tan solo un día de diferencia haya separado la muerte de dos
personas, Jose Luis Sampedro y Margaret Thatcher, tan diametralmente opuestas
en prácticamente todo. Dos ejemplos de sendos modelos de conducta humana que
bien podrían resumir, cada uno a su modo, las muy diferentes actitudes posibles
ante la vida, la muerte y el significado de “ser” humano.
José Luis Sampedro, al
contrario que la británica, fue un virtuoso .
Virtuoso del pensamiento, de la palabra y de la acción, una triple combinación
nada fácil de conseguir. Había en su discurso, siempre prudente, reflexivo y
edificante, resonancias de la doctrina aristotélica del “justo medio”, de la
fortaleza estoica, del goce epicureo, del materialismo de Spinoza, del
racionalismo irreverente de la Ilustración y, en fin, del mejor humanismo de
todos los tiempos: la afirmación de que hay derechos inalienables en el ser
humano y la poderosa convicción de que una vida humana digna de llamarse así
solamente es posible gracias a la libertad, la igualdad y
la fraternidad.
Famosa es su metáfora sobre
la libertad, según la cual la libertad es como una cometa: cuando más se la
sujeta, más alto vuela. Sampedro no concebía la libertad a la manera
“negativa”, esto es, como mera ausencia de restricciones externas, como sí la
concibió hasta sus últimas consecuencias Margaret Thatcher, la cual no tuvo
reparos en decir que el individuo es lo único que existe y que la sociedad es
una pura abstracción.
La libertad de la que
hablaba Sampedro es un concepto mucho más profundo que implica, necesariamente,
una actividad por
parte del sujeto, un momento positivo de
autodeterminación y de intervención en el curso material de las cosas entre las
cuales su existencia se inscribe. Se trata de la libertad como libertad material, que consiste no solamente en una posibilidad
de hacer algo, sino en la efectiva
capacidad para poder hacerlo.
Sampedro decía que la libertad
de expresión no valía nada si no había libertad
de pensamiento, la cual
es posible cuando la persona reflexiona y ejercita su capacidad crítica y su
derecho a la rebeldía en lugar de aceptar sin resistencia los discursos
hegemónicos del sistema.
El individuo humano no
llega a ser persona en el vacío. Aprendemos a
ser personas con los
demás, a veces en diálogo con ellos, a veces en lucha contra ellos, pero
siempre reconociendo que sin un “tú” no podría jamás haber un “yo”. A partir de
esta consideración podía Sampedro concluir que una vida humana plena requiere
el reconocimiento en los otros y
exige por tanto, como condición necesaria para su realización, la libertad
de todos los seres humanos y la compasión ante
los que sufren.
Economista de formación, no
acabó, en cambio, deformado por
la ideología economicista, como sí les ha ocurrido y les ocurre
a la práctica totalidad de los “economistas” profesionales. En su libro “El
mercado y la globalización” desmanteló los grandes dogmas del discurso
neoliberal (la competencia perfecta, la “mano invisible”) y señaló la necesidad
de construir una alternativa al sistema capitalista, el cual ha entrado en fase
de decadencia irreversible, dando muestras evidentes de su agotamiento tras
varios siglos de existencia.
Había según él dos tipos de
economistas: los que trataban de hacer más ricos a los ricos y los que trataban
de hacer menos pobres a los pobres. En el primer grupo estarían los que
integran la ortodoxia de la economía oficial, la centrada en los vaivenes de la
Bolsa, las subidas y bajadas de la “prima de riesgo”, el índice de crecimiento,
la productividad, el desarrollo, etc. Una economía puramente especulativa sin
contacto con el mundo real en
el que, a fin de cuentas, viven las personas de carne y hueso. En el segundo
grupo, estarían los que, como el propio Sampedro, entienden que la economía no
es una ciencia estricta de números abstractos y balances de contabilidad, sino
un saber con un grado apreciable de cientificidad que, no obstante, debe estar éticamente
guiado, es decir: al
servicio de la satisfacción de las necesidades reales de la gente con el
objetivo de realizar una sociedad verdaderamente justa para todos.
Con su propia vida Sampedro mostró que
el humanismo no
es una simple posibilidad teórica, una especulación más entre otras, sino ante
todo una praxis: la de la benevolencia, la
generosidad, la honradez (intelectual y moral), la prudencia. El humanismo es
la actitud de todos aquellos que están convencidos de que la justicia es un
valor que podemos empezar a poner en práctica aquí
y ahora, ya mismo, en
nuestro día a día, en nuestro quehacer cotidiano, sin necesidad de invocar para
ello grandes discursos sino simplemente haciendo valer la importancia de las pequeñas
cosas, las que constituyen la fuente más
importante de la felicidad. Por eso Sampedro se reivindicaba como perteneciente
al grupo de los “pequeños”. Este humanismo no renuncia a la “utopía” y nos
invita a comprometernos en la transformación del presente puesto que la única
manera de probar que el mundo es mejorable es, en efecto, mejorándolo nosotros
mismos: haciéndolo más habitable, más humano, más bello.
Cierto estoicismo le hacía
afirmar a Sampedro, en ocasiones, que la única “salvación” posible reside en
mantener la templanza ante
los embates del sistema y no dejarse seducir por los cantos de sirena del Poder
(los “grandes” poderes económicos y políticos). Su planteamiento de la muerte,
basado en la imagen manriquiana de los ríos que van a parar al mar, es una
muestra paradigmática de esa influencia estoica. También el epicureismo estaba
presente en su pensamiento, algo que se hacía patente en otras preocupaciones
de su existencia, como en la reivindicación de una libre cultura del placer
contra la mojigatería de la religión y el puritanismo rancio.
Escucharle desgranar sus
argumentaciones, haciendo gala de una lucidez sin igual, con su voz suave,
relajante, tonificante, como si en lugar de emitir palabras las masticara y las
paladeara, provocaba en mí la sensación de estar escuchando a un auténtico sabio. Persona sencilla y de talante
entrañable, Sampedro huía de los protagonismos y de los autobombos y optaba por
una sincera modestia y una discreción apacible que, hasta el último momento de
su vida, le han acompañado como dos rasgos irrenunciables de su personalidad.
Con su muerte somos muchos
los que nos quedamos ayunos de alegría, de esa serena alegría que nace de la
confianza en la “vida buena” propiciada por las personas íntegras. Pero nos
queda, por fortuna, su recuerdo, que nos sirve de inspiración y de acicate,
porque aunque el río de Sampedro ya se haya fundido con el océano, los que
todavía no hemos alcanzado esa meta debemos seguir remando sin cesar, a veces,
incluso, contracorriente, para poder recorrer el camino que nos llevará,
después de todo, a la morada del reposo definitivo. Gracias, Sampedro, por
habernos enseñado a vivir, y a morir también. Hasta siempre.